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Tragaperras

Inserté en único euro que llevaba en el bolsillo en la ranura de una de las máquinas tragaperras del Salón Recreativo. Había decenas de ellas muy llamativas, con diferentes diseños y colores, luces centelleante y música excitante. Pulsé el botón rojo. Parpadearon cuatro luces del mismo color y, con un agradable tintineo cayó una cascada de monedas. Confieso que ésta es la primera vez que juego a las tragaperras. Me llevé una agradable sorpresa. ¡Qué fácil es ganar dinero! -me dije. Seguí jugando y continué ganando. Cada euro se multiplicaba por cincuenta o cien. Jugué en varias máquinas a la vez, y todas me dieron premios.
Con alborozo vi que las máquinas se reunían en torno a mí, y se apilaban unas encima de otras formando un pozo. En el centro del mismo estaba yo, encima de una montaña de monedas, con los brazos abiertos, riendo de gozo. Los euros brotaban en torrentes de todas las máquinas, hasta que, una a una fueron quedando vacías. El último euro de la última tragaperras tintineó con desaliento y cayó a mis pies. Pero yo no me conformaba con aquella pequeña montaña de monedas que había ganado. Quería más, y poniéndome las manos en la boca a modo de bocina, grito:
-¡Quiero ser rico! ¡Rico! ¡Millonario! ¡Multimillonario!
Mi voz retumbó con eco en el Salón Recreativo. Y tras el silencio en el que todas las miradas se posaron en mí, la totalidad de las máquinas tragaperras, al unísono, reaccionaron como si hubieran cobrado vida y abriendo sus enormes bocas comenzaron a dar grandes mordiscos a la montaña de monedas en la que estaba subido. Parecían hambrientos animales. Tenían un hambre voraz. Tuve que saltar para que no me mordieran las piernas. Se tragaron hasta el último euro.
Salí del Recreativo con los bolsillos vacíos. Y en vez de seguir mi camino, regresé a casa, cogí dinero del que tenía guardado para el mes, y volví a insertar monedas en las tragaperras, como un idiota. Me había vuelto ludópata.

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